exhibe en vitrina:
Francis Alÿs /Lugares entreabiertos
Era necesario un lugar neutro, transitorio, robado a la nada. Edmond Jabès
En el siglo a todas luces oscuro del XVI. Mikołaj Kopernik, en polaco; Nicolau Copernicus, en latín, escribió --durante veinticinco años– Sobre las revoluciones de las esferas celestes; y pasamos entonces, como por un milagro, de ser un cosmos geocéntrico a estar en un universo heliocéntrico. Pero, ¿qué es un centro? Es acaso una forma; es acaso un punto; es acaso el más pequeño círculo, que al igual que la piedra o la gota de lluvia sobre un ojo de agua, extiende su duración en ondas concéntricas en la brevedad de la mirada circunscrita. Acaso el centro no sea sino una estación espacial, la más pequeña plataforma sobre la cual el tiempo ejecuta su diagrama irrefrenable, y entre la cual el espacio, al igual que el vacío, se derrama hacia la nada, invisible, irrecuperable.
Cartógrafo conocido, transitorio de ciudades ocultas, Francis Alÿs y una herramienta de medición, de cronometría gestual y de infinita violencia: la cámara fotográfica; y de pronto reconocemos -sin saberlo- tres fragmentos del mundo: un tornado, un perro y un cigarro; y una representación de éste con algunos de sus más asiduos personajes: los caminantes. ¿Qué medida tendría el mundo si este no se pudiera deshilvanar, y si sobre este hilo no se pudiera andar? ¿Y para qué querríamos al menos la certeza de sus bordes, si alguien no nos enseña cómo plegar tal desmesura?
Desde esta perspectiva, cada toma muestra no sólo la decisión fotográfica sino lo que ha quedado fuera. Esta exclusión propicia el movimiento dentro de la imagen estática, y extiende el campo de visión como un pergamino de memoria: no sabemos dónde queda ese terreno arenoso, ni cuáles son las calles por donde caminan los paseantes, pero hemos visto –o creído ver- otros; así podemos continuar el horizonte y mirar los intervalos que no son imágenes sino imaginarios. El tornado, objeto natural que simboliza el mundo inmerso en sí mismo, desplazado sobre sí, compuesto de reflejos cuyo cuerpo polvoso revoluciona las jornadas ausentes del despoblado, avanza deslizándose mientras la cámara lo mantiene dentro de sus márgenes. Ese leve, latente, aéreo, contacto que se escaparía de no ser por el aparato –manual, nunca hay que olvidarlo– óptico que parpadea y sella ese frágil estado y lo solidifica, en una arquitectura de lo errante, en una presencia de la brevedad. La fotografía es ese vínculo que engendra un mañana –negativo de la noche– en el que habrá un tornado intemporalmente idéntico.
Alÿs recompone el glosario sistemático Situacionista; construye en el día a día sus irreversibilidades. No busca el hallazgo de la fábula, sino el cuerpo de peldaños de lo que ha de narrarse. La sucesión, más que la situación; profunda e íntima sintaxis de las cosas con las cosas, más allá –aquí– de los estratos que cimbren al espectador, precisan –en algún lugar entreabierto– el resplandor de lo anónimo.
En 2003, bebiendo café en el zoológico de Chapultepec de la Ciudad de México, yo dibujaba un elefante sobre la mesa. De pronto, una figura erguida, espigada y bicéfala, entró a la escena y recompuso el boceto. Se trataban de Alÿs y su hija, llevada en hombros (como en aquella, su pieza, de La malinche --y que siempre me ha parecido, como muchas más acciones del artista, una paráfrasis de los actos ejecutados por el personaje del grabador belga Franz Masereel), y tuve la impresión de que además del encuentro fortuito, la fortuna consistía en ver a otro Francis Alÿs, a su doble que salía de los catálogos y que realmente podía caminar.
Caminantes es un álbum de imágenes, a pesar de todo, aunque también es un lugar cerrado, porque su desembocadura y su límite son inevitables, incógnitos y tal vez co-originarios, y aquello que no se puede evitar siendo origen y extinción inidentificables, es un doble encierro. Aún si nuestras referencias nos conducen a la orilla de los rasgos familiares, a la nebulosa pared en que recargamos nuestra idea de humanidad, zozobramos de nosotros mismos al no poder asir tiempo y espacio más que por la impresión fotográfica, nunca llegando a decir todo ni con la mirada ni con las palabras.
No habría razón para no suponer que lo que vemos en esta serie son ya los negativos por cumplirse de aquella positividad que, según Kafka en El jinete del cubo, nos fue dada; o acaso la ceniza, de un recuerdo inventado. Maravillosas mentiras confabuladas, dobles de una emoción que el pensamiento persigue mientras el propio pensamiento deja de creer. A partir del tiempo, pero hasta la indefinición del tiempo, Francis Alÿs gesticula su anecdotario, y nos aproxima –detrás de la raya- a un auto-retrato que él mismo sobrevive.
El universo evoluciona a partir de colisiones. Nada puede decir el infinito. La fotografía es esa brecha cuya potencia y acción es necesario sustentar. Es una muestra de lo que ignoramos y del por qué lo ignoramos. Entonces procuramos mirar y detener, provocando un momento, y en cada momento un posible lugar, un centro que se pierda buscando el centro.
Un lugar entrabierto; por que lo intolerable, lo inaceptable, para el espiritu, es el cierre. Edmond Jabès.
Fernando Carabajal
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